domingo, 22 de agosto de 2010

China: las dos caras del éxito

La Nación

PARIS. «Cuando China despierte, el mundo temblará», advirtió Napoleón en 1810. Exactamente dos siglos después de esa profecía, el vigor de ese gigante de 1400 millones de habitantes se ha convertido en una pesadilla para las grandes potencias del planeta.

Esta semana, 30 años después de la tímida apertura lanzada por Deng Xiaoping sobre las cenizas del maoísmo, China superó a Japón como segunda economía del planeta.

Séptima economía del mundo en 2001, en menos de una década China dejó atrás a Alemania, Gran Bretaña y Francia, gracias a un crecimiento acumulado de 261%, y se apresta a superar a Estados Unidos entre 2020 y 2030, según el Banco Mundial.

Esa modificación de posiciones en el tablero geoeconómico, empero, debería ser interpretada en forma simbólica, pues China sigue siendo un país pobre: su ingreso per cápita (3678 dólares) está muy por debajo del japonés (39.731 dólares) o del estadounidense (42.240 dólares). No obstante es un símbolo cargado de importancia, porque representa un cambio crucial en la balanza de poder económico y político global.

Con un crecimiento promedio de 8 a 9% desde 1978, sus exportaciones se multiplicaron por 49 y el ingreso anual per cápita es ahora ocho veces mayor que hace 25 años. En 2009 superó a Estados Unidos como el mayor productor mundial de autos y a Alemania como primer exportador del planeta. Con 20% de la población del planeta, representa 18% de la economía mundial.

Todos los indicadores de ese fenómeno sin precedente en la historia moderna presentan contornos de una dimensión desconocida en Occidente: primer consumidor mundial de acero, cobre, carbón y cemento y segundo consumidor de petróleo, China produce 85% de los tractores, 70% de los juguetes y lectores de DVD, 60% de la penicilina y 55% de las máquinas fotográficas que se venden en los cinco continentes.

Tercera potencia científica, su presupuesto de investigación es de 50.000 millones de dólares anuales. La China moderna es una nación de desmesura: existen 170 ciudades con más de un millón de habitantes; hay 60 millones de pianistas, 345.000 millonarios y 55 potentados que poseen una fortuna de más de 1000 millones de dólares.

En la historia reciente hay algunos ejemplos de vertiginoso crecimiento. Los más destacados son los milagros protagonizados, entre 1950 y 1965, por Japón, Alemania e Italia, y, después, por Corea del Sur y Taiwan. A diferencia de esos precedentes, el despegue chino presenta tres originalidades:

El país necesitó apenas 25 años para pasar de la economía de supervivencia al nivel de sociedad posindustrial. Occidente necesitó entre uno y dos siglos para desarrollar ese proceso.

Su despegue coincidió con el nacimiento de las nuevas tecnologías y la liberalización de los intercambios promovida por la Organización Mundial de Comercio (OMC). Esos fenómenos propulsaron la circulación de bienes, capitales y personas que contribuyen a nutrir el voraz apetito del dragón. China, que adhirió a la OMC en 2001, es ?en cierto modo? el primer gran beneficiario de la globalización.

En 25 años, China pasó de una economía planificada, rural y replegada sobre sí misma a un modelo socialista de mercado con vocación de potencia industrial y abierto al exterior.

En la práctica, aunque sin confesarlo, el régimen renunció al marxismo-leninismo implantado tras la llegada de Mao al poder, en 1949. El comunismo sobrevivió hasta 1978, cuando el pragmático Deng Xiaoping proclamó: "No importa si el gato es blanco o negro. Lo que importa es que cace ratones".

Los dirigentes que gobiernan actualmente el país están orgullosos de la revolución lanzada por Deng: además de marchar hacia ser la primera potencia, la riqueza acumulada en el último cuarto de siglo permitió extraer de la extrema pobreza a 400 millones de chinos. En 1978, la renta anual per cápita apenas llegaba a 190 dólares, según el Banco Mundial.

También esas cifras son un espejismo que sólo permite ver una parte de realidad. Si bien los 500 a 600 millones de habitantes que viven en las grandes ciudades tienen un ingreso que llega a 4000 dólares anuales y, por primera vez, pudieron saborear los placeres de la sociedad de consumo, hay 800 millones de habitantes rurales que todavía viven con menos de 400 dólares anuales. Por su ingreso per cápita, China se ubica en el puesto 127° del mundo en el Indice de Desarrollo Humano de la ONU.

En todo caso, desde 2002, el país parece una gigantesca obra en construcción y absorbe 50% del cemento que se consume en el planeta. En Pekín, pero sobre todo en la costa del Pacífico, de un día para otro brotan como hongos nuevos edificios, puentes, autopistas, aeropuertos, fábricas, teatros y museos.

Pero el vencimiento interno más importante de las autoridades fue fijado para 2020. El primer desafío de ese período consistirá en llevar la prosperidad económica a los 800 millones de personas que viven en la zonas rurales para alcanzar tres objetivos:

Contener el éxodo de campesinos que amenaza la producción agrícola y obliga a multiplicar la importación de alimentos. Limitar el malestar que germina en las zonas rurales, marginadas de la prosperidad. Y ampliar la demanda interna que necesitará la economía para continuar su expansión.

Carrera por el primer lugar

En el plano internacional, el régimen, que practica el low profile, confía en que sólo en 2020 estará preparado para asumir su condición de potencia. Con ese objetivo, los dirigentes chinos se trasformaron en expertos en el arte de traducir su poderío económico en influencia política, sobre todo en América latina y Africa, donde sus intereses comerciales aumentan cada vez más.

En la carrera por el primer puesto planetario, China tiene dos armas poderosísimas. La primera ?contra la cual Occidente no puede competir? es su capacidad de producir a bajo costo. Gracias a una mano de obra superproductiva e hiperexplotada, en 2009 pudo exportar por valor de 1,2 billones de dólares. El intercambio favorable no sólo le permitió alimentar un extraordinario superávit, sino que continuó reforzando su posición dominante en ciertos sectores. Esa agresividad exportadora y el dumping que practica con algunos productos crearon una segunda esfera de confrontación con Occidente.

La invasión del made in China amenaza con pulverizar la industria textil europea y destruyó casi un millón de empleos. Pekín argumenta que sus compras en el exterior permitieron crear más de 10 millones de puestos de trabajo entre sus socios comerciales.

La segunda carta maestra de su "competencia pacífica" con Estados Unidos por la primacía se desarrolla en el terreno financiero. China posee en la actualidad una poderosa "arma de disuasión": las reservas de cambio chinas son las mayores del mundo.

Estados Unidos, por lo demás, se está convirtiendo en rehén financiero de China, que posee títulos del Tesoro por valor de 843.700 millones de dólares.

Nada de eso, sin embargo, es comparable a la amenaza que plantean las ambiciones geoestratégicas de Pekín.

Pero China no sólo significa una amenaza para Estados Unidos: también lo es para sus vecinos asiáticos. En particular para la India, el segundo coloso de la región. La rivalidad entre los gigantes asiáticos será uno de los parámetros geopolíticos del siglo XXI y, al mismo tiempo, una carta que puede jugar Washington en el tablero del ajedrez estratégico planetario.

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